El pasado 11 de marzo, La Vanguardia publicó que la Real Academia Española se compromete ante el Círculo Fortuny –lobby empresarial español del lujo– a buscar una definición mejor de, precisamente, la palabra lujo.
Parece ser que los empresarios del ídem no están satisfechos con las actuales acepciones:
- Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo.
- Abundancia de cosas no necesarias.
- Todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguirlo.
En la misma noticia, Carlos Falcó, Marqués de Griñón y presidente del Círculo, esboza su argumentario. Para Falcó, el diccionario plantea el lujo como algo sin utilidad, reservado a los ricos y considera que ‘lujo’ también debería relacionarse con momentos emocionantes e irrepetibles –como si hubiera momentos repetibles–, y poder interpretarse desde un punto de vista cultural.
Para ilustrarlo de manera práctica, el Marqués evoca una reunión con su primogénita en la que, tras mucho tiempo sin verse, cocinaron una tortilla de patatas usando el primer aceite de su cosecha –Falcó es un reputado productor de vinos y aceites–.
Aparco el asunto para recuperar otra noticia, aparentemente inconexa.
A principios de febrero, el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad –variopinta mezcla de carteras– presentó el Plan de colaboración para la mejora de la composición de los alimentos y bebidas y otras medidas 2017 – 2020, documento de título largo y torturado que pretende reducir la cantidad de azúcares, grasas y otras cosillas malas en los alimentos ultraprocesados.
Como era de esperar, el plan no gustó a la nueva oleada de nutricionistas. Y es que si uno se detiene a pensar quizá concluya que los esfuerzos del Ministerio deberían enfocarse en erradicar el consumo de ultraprocesados, tan en auge y tan bajo sospecha de aumentar el riesgo de padecer cáncer.
¿Tienen algo que ver estas dos noticias? La respuesta es quizás y mejor que no.
En 2012, el periodista Guillem Martínez presentó el concepto ‘Cultura de la Transición’. En un libro colectivo y homónimo, se explica que la ‘CT’ es una anomalía de nuestro país que consiste en el control de la cultura por parte del Gobierno. Desde el primer momento de la Transición hasta, más o menos, 2003, se impone un discurso vertical que delimita lo que es y lo que no es cultura, considerando que cultura es aquello que sirve a los intereses del Gobierno y que no lo es todo aquello que los cuestiona o se opone a ellos, siendo posible para esta crítica una de estas dos salidas: la desaparición o la asimilación –y, por tanto, su desaparición de facto–. La ‘CT’ es un chollo para quien la promueve, porque hace desaparecer la crítica y el debate, vamos, lo único de valor que tenía la izquierda a finales de la dictadura.
A lo largo del poderoso librito, especialistas en campos que abarcan desde la propiedad intelectual hasta la música, el humor o internet demuestran que la ‘CT’ no solo existe, sino que no existe otra cosa hasta hace bien poco, momento en el que el Gobierno empieza a perder la hegemonía del discurso gracias a la influencia de internet y a la aparición de movimientos sociales que empiezan en el No a la Guerra y terminan en el 15-M. Aunque bien podrían tener su prolongación en la huelga feminista del pasado 8 de marzo, en las movilizaciones de Murcia por el soterramiento del AVE o en las manifestaciones de pensionistas previstas para el próximo 17 de marzo.
En resumen, la ‘CT’ es un discurso dirigido de arriba hacia abajo que pone límites a lo que entendemos por cultura.
Y volvemos atrás. ¿Podrían las dos noticias anteriores indicar que la ‘CT’, agónica en otros campos, empieza a actuar en el campo de la alimentación?
Es muy obvio en el caso del pacto del Ministerio de Sanidad con la industria alimentaria. En lugar de legislar a favor de la salud de los ciudadanos, poniendo trabas a productos absolutamente innecesarios y probablemente dañinos, se acuerda con la industria medidas cosméticas y con nulo efecto en la salud de la ciudadanía –o que podrían causar el efecto contrario al pretendido, según algunos nutricionistas–. Es decir, se está empezando a manipular la percepción de lo que es saludable o no en función de los intereses de una hegemonía –la industria– mediante la intervención del Gobierno.
Es más sutil en el caso de la petición del Círculo Fortuny a la RAE. Podríamos imaginar distintas hipótesis sobre el interés por modificar la definición de lujo, pero todas perseguirían –por la naturaleza comercial de los socios del Círculo– el lucro de los peticionarios –muchos de ellos dedicados a la alimentación–.
En Lujo y capitalismo (1922), Werner Sombart define dos vertientes del lujo, la cuantitativa y la cualitativa. La primera sería sinónimo de derroche –prender un cigarro con tres cerillas– y la segunda implicaría el consumo de productos de una calidad superior, es decir, de objetos de lujo, entendiendo que estos son los que reúnen unas «cualidades superiores a las necesarias para ser útiles».
No es que Sombart tenga la última palabra sobre qué es lujo y qué deja de serlo –eso sería muy ‘CT’–, pero su definición, que se prolonga unos cuantos párrafos, parece bastante atinada y, sí, está acotada a los ricos, a la futilidad y al derroche.
Cuando el Círculo Fortuny pretende incorporar otra acepción, que contemplaría esos ‘momentos irrepetibles’ a los que se refiere Falcó, está tratando de modificar el lenguaje en su beneficio –beneficio comercial, pretensión completamente ‘CT’–. ¿Con qué fin?
Aquí podría formular las hipótesis que antes no he lanzado, por ejemplo: facilitar el acceso al lujo a una bolsa mayor de consumidores –facilitar el acceso a cualquier cosa es asegurase el control de esa misma cosa–.
Otra posibilidad: dilatar el concepto ‘lujo’ para colgar esa etiqueta a objetos o servicios que hasta el momento no podían considerarse ‘lujo’ y que a partir de entonces podrían beneficiarse «de un marco jurídico, que reconoce la especificidad del sector de las marcas culturales y creativas de prestigio, gracias a su valor como motor económico», hito que el Círculo Fortuny hizo realidad el 20 de abril de 2010, según aparece en su página web.
Otro escenario: crear una falsa percepción de lujo y asociarla a productos que luego podrán agruparse en una categoría comercial superior, sin serlo, con todo el margen de beneficio potencial que permite esa maniobra.
Pero lo de menos es acertar con la hipótesis. De lo que se trata es de observar si se está desplegando o no la ‘CT’ en el ámbito de la alimentación, ya sea industrial o relacionada con el lujo.
Probablemente no lo esté. Y eso sería lo mejor.