Es bien curioso que Casa Leopoldo cierre sus puertas en una Barcelona que hace bandera de la cocina tradicional. Proliferan raciones de callos, albóndigas, suquets y otros platos de la memoria. Cada semana se inauguran establecimientos inspirados en tascas de las que muchos apenas tenemos recuerdos. La cocina de la abuela se instala en los fogones de los chefs. Pero Casa Leopoldo, que ha mantenido una línea de cocina tradicional desde su apertura en 1936, tiene que cerrar.
Más que curioso, es paradójico. El cierre dibuja una sociedad más interesada en la copia que en el original, poco habituada a rascar en la hemeroteca del gusto, versada en la inmediatez whatsapera de la novedad gastonómica.
En agosto de 2014 entrevisté a Rosa Gil, propietaria de esta mítica casa, en la que tanto ha comido la menestralía del Raval, cuando éste era un barrio de talleres e industria ligera, como la burguesía o lo más florido de la intelectualidad local y extranjera.
Rosa no escatimó críticas contra los sucesivos y desordenados planes del consistorio barcelonés para recuperar las Ramblas y aledaños; denunció la degradación del barrio en el que nació y en el que probablemente morirá –espero que dentro de muchos años–; se extrañó de la supervivencia de un hotel de lujo vecino; añoró los tiempos en que las langostas de Mallorca atravesaban en fila india la sala del Leopoldo en dirección a la cocina. Me pareció una mujer culta y con agallas. De joven, convenció a su padre de su capacidad para llevar el restaurante pegándole un bofetón.
Un gestor se encargará del nuevo Leopoldo cuando vuelva a subir su persiana. ¿Pagará los servicios de un decorador para dar más solera al local? ¿Contratará la aseoría de algún chef para adaptar la carta a paladares modernos?
Me pregunto cómo harán para mantener la energía de Rosa, cómo conseguirán que el nuevo Casa Leopoldo sea más auténtico que el auténtico; un establecimiento tan enorme que se puede escribir sobre él sin apenas mencionar a Manuel Vázquez Montalbán.